6 de diciembre de 2013

Manda narices

Resulta que mi cita fue un fiasco y me tocó volver a casa uno de esos autobuses que tanto asco dan cuando tus citas son fiasco. Siempre es hora punta cuando estás mosqueado, y si es que puedes, te sientas en el fondo, con la cara más larga que una pared de frontón, y más o menos igual de descorchada y dura. En estos autobuses olerá inevitablemente a croquetas de perro -con ese peculiar hedor a sudor podrido que indica que las croquetas son de perro y no para perros- y seguramente estarás tan cerca del motor que te sentirás cálidamente arropado por su puta manía de explotar para seguir tirando del carro.
Solo hay una cosa que puede hacer una persona para sobrellevar este infierno mecánico. Así que en ese instante tomas una gran bocanada de ese aire que sabe a gasolina y a cojones rotos, cierras los ojos, y piensas en la paja que te vas a hacer cuando llegues a casa. Y cuando los abres, miras hacia fuera y conectas con todos los túes que alguna vez miraron o mirarán por esa ventana sintiéndose exactamente como te estás sintiendo en ese momento. Están todos: desde aquel que tenía trece años y soñaba con los pechos adolescentes de alguna quinceañera, hasta aquel que ya septuagenario recuerda la masturbación como una utopía y se sonríe sin dientes, entre muy baboso o tan solo estúpido.
Después de eso el trayecto se hace muy corto. Llegas destemplado, intranquilo; pero sin prisa. Sabes lo que va pasar. Lo planeas todo; visualizas el ángulo y la postura, buscas la mayor comodidad. Anotas la dirección del viento. En fin, que dedicas un tiempo a seducirte, y le pasas la mascota a tu vecino porque lo que viene ahora sí va a ser salvaje.
Pongamos que enciendes la tele buscando inspiración, y pongamos que, como yo, llegaste a la hora de los telediarios nocturnos. Ocho tetas cubiertas con cuatro americanas repartidas en seis canales. No parece un mal comienzo. Te cansas de una y pasas a la otra, y para cuando empieza la noticia aún te quedan dos más. Pero en medio de esa bacanal orgiástica, de ese cruce de colores y cabellos y escenarios y copas y tragedias y ojos azules y verdes -no hay ninguna que tenga los ojos marrones- y tallas y sudores y gestos y manos y voces y gargantas, y sobacos, por qué no, en medio de todo eso queda punto fijo, un centro impasible; un observatorio, unos prismáticos. Al principio era tan solo una apreciación, un ligero algo. Pero acabó por devenir en una auténtica locura.
Al cabo de un rato estando con la del canal regional, la nariz de la presentadora empezó a molestarme. Me resultaba demasiado cercana, quizás para estas cosas son mejores los ídolos lejanos que nunca encontrarás por la calle. Así que pasé al canal 3, pero la nariz seguía allí, en mitad de otra cara, en otro estudio. Y seguí pasando al canal 4 y al canal 1 y al canal regional de nuevo, y en cada canal todas las presentadoras tenían la misma nariz perfecta, respingona y correctísima; totalmente artificial.
Así que recorrí todos las emisoras, y allí donde iba encontraba mujeres bellísimas o solamente atractivas, pero deseables al fin y al cabo. Y en el medio de su cara, como una maldición que me persiguiera, esa nariz que el cirujano debía encargar en paquetes de a millón. 
Tuve la sensación de que esa nariz realmente iba a perseguirme hasta mi lecho muerte, donde me engulliría a través de sus dos agujeros simétricos. Imagínese lo desolador que sería el mundo si en toda la historia de la literatura, desde la Charlotte de Goethe hasta la musa de el Espantapájaros de Oliverio Girondo, si todas sus narices hubieran sido iguales. Galdós se hubiera metido a proxeneta antes que escribir Misericordia con un solo modelo de napias o de labios o de lo que sea. Así que apagué la tele y salí al balcón en calzoncillos, profundamente preocupado. Me quedé allí hasta que pasó una ama de casa, haciendo las últimas compras, gorda como pocas y horrible, con su nariz pequeña y chafada. Le grité las gracias y me volví para adentro, más tranquilo. Se me había escapado el calentón. 
Manda narices que nos pasemos la vida buscando la perfección, si el único espacio en el que es posible la creatividad -la variedad, la evolución, el gusto, el criterio, la ciencia, la cultura, el amor, el arte, las espinillas, el etcétera y tres páginas de enumeración más adelante; la vida- sea en este imperfecto caldo de cultivo.

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