Qué bien me lo paso asomado a las
ventanas, con medio cuerpo fuera. Las cornisas se inventaron para mi;
como las sonrisas torcidas o el abecedario. Disfruto especialmente si
fuera hace frío o si la ventana está alta, serán manías de
exconvicto. Otras personas tienen sus coches, sus revistas; yo qué
sé, no entiendo a la gente. Y hay quien, claro, no tiene nada.
Tampoco vamos a engañarnos, no he sido
especialmente problemático. He sido más sectario que marginado, más
imaginario que inaccesible. Siempre me gana la partida el adjetivo
más abstracto, el más ruin.
Doy una calada y no sé por qué fumo.
Doy otra calada y no sé por qué me escondo. Culebreo un poco, me
seduzco, intento besarme. Te paso el cigarrillo: me aterra la luz de
tu nevera. Pensar con tu voz, pensar con tu voz, pensar con tu voz.
Para, para. ¿A quién besabas?
No me caben más pupilas en los ojos,
ni más pulmones en el pecho. No puedo ver las cosas de otra manera,
no puedo simplemente tener más fuerzas. No me cabes. No tengo sitio
para nada más.
Ya no sé de qué va mi vida. Es como
una de esas pelis que echan en la tres después de comer, que al
final solo consiguen que te quedes dormido. Ahora abro los ojos un
momento para escribir, desconecto de la ventana de tu piso de
estudiantes donde me he quedado clavado: y mi vida sigue en anuncios.
Me deprime y me aburre a partes iguales.
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