17 de noviembre de 2013

Adolescencia

Da un último vistazo a la habitación que te rodea. Memoriza cada esquina, cada rincón y cada objeto. Ahora fija tu vista aquí. Nos vamos de viaje.
Imagina que de súbito se apaga la habitación y todo gira y vuela y gira y gira. Imagínate levantándote torpemente de la silla, y ahora recuerda el olor del vómito. Incorpora a la oscuridad las náuseas más atroces, pálpate las mejillas húmedas y descarnadas. Llega lentamente a tus cuencas vacías.
Pero qué estúpido tu vaivén, qué violentos aspavientos. Qué ridículo pareces, aferrándote a las esquinas de los muebles: antaño familiares, ahora qué vacíos de vida. No te quedes quieto, aunque te tiemblen las piernas; que no te doblegue el espanto. Adéntrate un poco más en tu nueva dimensión.
Supera la fase de gritar por compasión. Eso no funcionará. Palpa cada objeto y siéntelos fríos, distantes. Nota sus filos y sus muescas; comienza a orientarte. Cada textura cotidiana, qué hostil es ahora. Cada sonido es una nueva sombra. Escucha pasos que no existen, inventa monstruos tras cada esquina y atemorízate de todo lo que no ves. Palpa cada objeto. Mánchalo con tu sangre y aprende poco a poco a reconocer los materiales: a los metales por su dentadura, a los plásticos por su terquedad, a la madera por su aspereza. Comprende que nada de todo esto puede comprender tu herida.

Pasado un tiempo lo conocerás casi todo. Rara vez te emocionas, rara vez te sorprendes. No dominas tu miedo, pero no te paraliza. Te atreves a bracear y hasta sonríes fútil cuando recuerdas algún color.
El final que propongo es que una de tus brazadas alcanza un material nuevo, de un calor incomparable y una candidez extrema. Tus dedos se deslizan sobre esa nueva textura y se hunden sin remedio. Avanzan y se enredan, se entretienen en formas acogedoras, se derraman como lluvia.
Pero la infancia ha pasado. Ya no hay certezas, solo sombras; y estás ante una mujer, que al igual que tú ha vadeado las peores dificultades a ciegas, con esa punzada atisbada tan cerca del cráneo... y generosamente, como si de magia se tratase, ella comprende tu herida.

15 de noviembre de 2013

El contador

Hay un límite en el número de horas que un escritor puede pasar quejándose de que no puede escribir. Es un contador macabro, cada cual tiene el suyo, y no hay nada que puedas hacer para retrasarlo: cuando llega a cero, se acabó. No vale sacrificar una virgen ni donar dinero a la secta de moda. Se ilumina un cartel en alguna parte de tu cráneo, "no tienes pelotas para esto". Es algo que solamente tú puedes ver con claridad, y que los demás pueden reconocer vagamente porque apesta. Llegado ese momento, vale más dedicarse a cualquier otra cosa
Pues eso le ha pasado a nuestro pueblo. Pueblo cabrón, pueblo cobarde. Que ha sobrepasado el límite racional de tiempo que puede uno pasar quejándose sin hacer nada. Y algunos estamos hasta los huevos de aguantar estoicamente las súplicas de los demás, de ver babear a nuestros congéneres pidiendo algo que ya es tan suyo como la libertad. De esa mugre ruidosa que canta a la revolución en los bares y se reúne en manifestaciones legales donde todo el mundo piensa como ellos. ¿Es que nadie se da cuenta de que todo esto está programado? ¿Cuánto hace que nos abandonaron los sindicatos y los partidos?¿Cuándo ha dejado de ser la manifestación la fiesta del pueblo?¿Y yo qué propongo?
No tengo ni puta idea de a dónde vamos a ir a parar. Pero hemos fracasado como pueblo. Quizás algún día seamos unos grandes fabricantes de algo, y exportemos a todo el mundo. La Unión Europea nos verá como el tío medio tonto que salió del pueblo e hizo fortuna abriendo un bar. O quizás algún día lleguemos a ser una bonito perchero o un bonito mueble. O volvamos a ser el escenario de las pruebas armamentísticas de Estados Unidos y Afiliados. A mí personalmente me importa una mierda, pero de vez en cuando conviene recordar que los revolucionarios llevaron a cabo sus actos en unos días no tan diferentes a los nuestros: tanto ellos como nosotros llamamos a esos días hoy. Hoy no tolero otra subida en el precio del pan, voy a colgar a un par de reyes. Hoy no quiero coger más el coche, que se me está poniendo el culo gordo. Hoy no quiero volver a oír hablar dinero. Hoy he hecho algo para detener mi contador por un tiempo porque ya empezaba a apestar a autocompansión. Tomen nota, que ésta última va para examen.

13 de noviembre de 2013

Sui géneris

"La habitación de mi hotel está en un sexto piso. El piso más cotilla. Ni muy alto para no ver nada, ni muy bajo como para exponerme a ser descubierto. Desde la cama se ve la mesita de plástico blanco del balcón, donde he plantado mi máquina de escribir, y eso es bueno, porque me hace recordar por qué estoy aquí.
¿Sabes, X? Te echo mucho de menos por aquí, cuando me acuerdo. Esta ciudad es muy divertida, te lo pasarías muy bien. La gente se frota granos de café en los labios para una tener una boca agradable; dan muchas ganas de besarles, y son tan elegantes... Quieren mucho a sus perros. Todo el mundo tiene uno o dos perros, que pasean siempre a las siete de la mañana y a las siete de la tarde. A esas horas las calles se llenan de paraguas y parasoles, porque no te lo he dicho, pero aquí todos los perros son albinos y no les puede dar el sol. Así que a las siete de la tarde siempre salgo al balcón con una copa de ese vino tan bueno que me mandaste la última vez, y contemplo toda esa marea multicolor que ladra y que ríe; y me acuerdo de ti, y a veces también rio y a veces también ladro.
No tardaré en volver, te lo prometo. Y entonces te llevaré conmigo.
Sinceramente tuyo.
Mr.Y''